¡Basta de galletitas y gaseosas! La lucha de los padres por la alimentación en las aulas
Aldana Rossi, madre de una niña de un año y nueve meses, se indignó cuando en el jardín de infantes al que asiste su hija le pidieron que llevara una gaseosa para el desayuno del día de la primavera. Contestó en el cuaderno de comunicaciones que Lucía solo toma agua. Unos pocos meses después tuvo que escribir una nota similar. El nuevo enemigo: jugo en polvo.
"Es hasta más fácil abrir la canilla y darle agua. Y si hay un nene al que no le gusta, es ahí mismo donde hay que inculcar el buen hábito", se queja. ¡Estamos hablando de un jardín maternal! ¿Por qué arruinarles el paladar con algo ultraprocesado, con toda la información que ya hay?".
La información es parte central del asunto. Muchos padres, hiperinformados, quieren que sus hijos coman lo más sano posible: con menos azúcar, grasas trans y harinas refinadas en general. En sus casas cocinan comida saludable y evitan comprar alimentos procesados en el supermercado. Pero para muchos colegios, es difícil articular este cambio de paradigma.
En otro jardín de Nuñez, Zapallo es el muñeco que le "entrega" las galletitas a los chicos de sala de dos. En una reunión de padres de hace unos meses una madre consultó por qué Zapallo no podía entregar frutas. La respuesta de la maestra fue que si los padres querían acercarlas cortadas todos los días, no habría problema. Siguen comiendo galletitas compradas como siempre.
Algunos otros lograron hacer cambios. Es el caso del jardín La Vaca de Humahuaca, de Almagro. "Uno de barrio, ni pretencioso, ni progre" -describe Natalia Kiako- en el que surgió la inquietud de una comunidad de padres que propuso cambios en la alimentación de sus hijos. Madre de una niña de cinco, Natalia es autora de dos libros de cocina saludable.
En ese jardín, a pedido de los padres, de poco fueron surgiendo pequeñas iniciativas. Primero se dejó de consumir jugo en polvo. Luego se realizó un taller para que los niños entiendan de dónde vienen los alimentos que les gusta comer. Por ejemplo, cómo se hace el helado y de dónde viene la leche. Al poco tiempo y en una sala de dos, los padres llevaron comida casera para compartir, y al final del curso armaron un recetario compartido. El último paso fue replantear por completo los desayunos y meriendas.
De un cuarto de galletitas compradas por semana se pasó a un esquema en el que un tercio de la sala debe llevar frutas, otro tercio algún alimento natural listo para ser consumido, como tomates cherries, aceitunas o frutos secos, y el último tercio algún tipo de panificado, idealmente casero. "Puede ser fainá, chipá, budines o galletitas. La idea detrás es que cualquier alimento preparado en casa es bienvenido, no importa cuál sea", explica Natalia, para quien sería virtualmente imposible reproducir en un hogar las cantidades de grasas y azúcares que traen consigo los alimentos procesados.
Desde su experiencia, cuando los chicos ayudan a preparar un alimento hay altísimas probabilidades de que después lo quieran probar. Su segundo libro, llamado A cuatro manos, apunta a ello. "Hay una frase que me pone los pelos de punta y es eso de que con la comida no se juega. Si la comida es un momento donde se suspende el juego pasa a ser una obligación. Solo se puede volver interesante si les dejamos que sea lúdica y eso se logra cocinando con ellos, todos juntos en la mesa". Nada de esconder el brócoli debajo de salsa blanca.
Deconstrucción alimentaria
Junto a Sabrina Critzmann (pediatra) y Soledad Barruti (periodista y autora de los libros Malcomidos y MalaLeche), Natalia da un taller llamado de "Deconstrucción Alimentaria". Ahí se acercan cada mes padres, profesionales de la salud y curiosos para conversar sobre el sistema alimentario actual y lo que se ofrece en las góndolas.
"Mi mamá nunca cocinó ni un huevo frito. Crecí en los ochentas alimentándome a base de cualquier producto nuevo que salía empaquetado en esa época: patitas de pollo, hamburguesas, salchichas rellenas de queso y lo que se te ocurra. Creo que salí bastante bien", cuenta Laura Rojas, madre de dos chicos. Para ella, la alimentación sana es una batalla perdida.
"A mis hijos les doy lo que puedo: muchas milanesas (esas las preparo yo), pero también nuggets y cosas procesadas. Las verduras son una extrañeza por más que insisto en que las prueben. ¿Qué hago? ¿Se las meto por la fuerza? Imposible. Frutas comen esporádicamente y solo manzana. Tengo la esperanza de que cuando sean grandes coman mejor", dice.
Para Claudio Pérez, un operador de radio de 44 años, la industria de la alimentación le quita espacio de calidez a la vida. "Tiene un poder de 'facilitar': apretás un botón y está la comida lista. Pero ese es un mensaje que a nosotros nos hace ruido", dice el padre de dos. Desde los 24 es vegetariano y en su hogar de Banfield la alimentación es natural: "privilegiamos lo que no es industrializado, no vamos al super y nos stockeamos de paquetes", explica.
En su caso, sus expectativas de alimentación y las de la escuela confluyen en paz. Tomás (10) y Manuel (6) asisten a un colegio de impulso Waldorf en zona sur. En la escuela no hay kiosko y en el jardín los niños comen un cereal distinto por día, que cocina la maestra. Según la pedagogía alemana, hay uno específico para cada día de la semana. Ahí se cocina, de lunes a viernes, guisos de arroz, cebada, mijo, centeno y avena. Los padres colaboran con verduras cortadas que acercan a la escuela y se agregan al guiso. En verano, la comida pasa a ser ensalada de frutas.
En primaria ya es cada familia la que manda la comida desde casa con un menú fijo, que puede ir desde arroz integral a pan casero con alguna pasta untable (hummus/palta pisada/ mermelada). El viernes es el día del permitido. Si bien está la premisa de privilegiar las galletitas caseras antes que las del supermercado, se aceptan cosas compradas en la panadería. "La idea es que no sea algo de monjas", dice Claudio.
Para él, es importante que no se contradiga lo que los chicos viven en la escuela y la casa. Pero tampoco se aplica el fundamentalismo. "No queremos que vivan en una burbuja y no interactúen con el mundo real. En casa no hay gaseosa ni jugos, pero si van a un cumpleaños está todo bien. Lo más importante es que en el día a día lo industrializado no tenga una presencia preponderante", dice.
Más allá de la importancia de la buena nutrición, para Claudio se trata de transmitirle a sus hijos el valor de que aprendan a resolver cosas con sus propias manos. "Agarrar los ingredientes y cocinar algo -que para ellos es natural- tiene mucha más fuerza que decir: tengo plata, voy al supermercado y compro la comida. Es no depender de algo externo, que en este caso es el dinero. Que no tiene nada de malo, pero hay un poder más fuerte y es el que uno tiene en las manos".
Por: María Ayzaguer